La Ciudad de Buenos Aires se ha empeñado en intentar prohibir a Uber, negándose a reconocer los avances tecnológicos y a brindar una reglamentación adecuada a las nuevas realidades basadas en Internet.
Por Fernando Toller (*)
«El hombre nace libre», decía Rousseau. «Sin embargo -seguía el filósofo francés- por todas partes se encuentra encadenado».
Por ejemplo, la Ciudad de Buenos Aires se ha empeñado en intentar prohibir a Uber, negándose a reconocer los avances tecnológicos y a brindar una reglamentación adecuada a las nuevas realidades basadas en Internet.
¿Qué es primero, la regulación o la libertad? La libertad. Pero la realidad nacional muestra otra cara: los ciudadanos tienen que mendigar al Estado espacios de autonomía.
El Estado regulatorio dicta a diario normas y prohibiciones, a veces sólo justificadas por la regulación como fin en sí misma, perdiendo el eje de toda norma, que es siempre el bienestar del ciudadano. Y la persona que quiere ejercer un derecho debe demostrar que lo coarta una regulación excesiva, que no había necesidad en adoptarla, y que lo legítimo es el ejercicio de su actividad.
¿De que se trata Uber? La aplicación intermedia entre ciudadanos, para hacer disponible información asincrónica, que es la necesidad de una persona de trasladarse y la disponibilidad de otra de proveer a dicho traslado.
¿Es legítimo Uber? El Código Civil y Comercial, en vigencia desde agosto de 2015 y norma suprema del país (arts. 31 y 75.12 de la Constitución), superior a cualquier regulación administrativa local, recoge como contrato lícito al de transporte privado de personas (art. 1280). Ese contrato es una concreción de los derechos fundamentales a trabajar y a ejercer toda industria lícita (art. 14 de la Constitución). La Ciudad de Buenos Aires no puede impedir el disfrute de esos derechos y la realización de ese contrato civil.
Y, sin embargo, algunos funcionarios se empeñan en intentar considerar ilegal la actividad. Además de diversas resoluciones contrarias a la Constitución y a las leyes nacionales, basadas en ocasiones en la voluntad dogmática del agente público, se ha llegado al punto de solicitar el arresto de directivos de la empresa, acciones todas que algunos podrían considerar incursas en el abuso de poder (arts. 20.1, 144 bis, y 248 del Código Penal).
La Constitución sabiamente dispuso hace más de siglo y medio que nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni privado de lo que no prohíbe (art. 19). Se llama principio de legalidad y controla formalmente la norma. Y ha dispuesto también que cuando se dicta una ley reglamentaria de un derecho, la misma no puede alterarlo o menoscabarlo (art. 28). Se llama principio de razonabilidad, y controla la sustancia de la disposición: que tiene un fin legítimo, que los medios para obtener ese fin son adecuados, necesarios y proporcionados, y que respeta el contenido esencial o inalterable del derecho regulado.
El Estado puede regular los derechos: darles cauce para su mejor goce, potenciar su ejercicio y proveer a su armónica convivencia con otros derechos. Al reglamentar, lo que el derecho pierde en posibilidades pre-legales, abstractas y difusas, lo gana en ejercicio real, garantizado por la norma que concretó algunas de esas posibilidades. De esta manera, regular los derechos es lo contrario de alterarlos, limitarlos, de restringir su contenido, algo vedado por la norma suprema. Y menos aún se puede prohibir el ejercicio de derechos fundamentales, como trabajar, o elegir libremente en las relaciones de consumo.
Las cosas van a mejorar cuando quienes gobiernan y legislan entiendan esto y justifiquen cada nueva regulación en su orientación al ciudadano común y no a intereses sectoriales, observando estrictamente tanto el principio de legalidad, como el principio de razonabilidad de las normas.
Por eso, ni toda regulación jurídica es legítima, ni todo debe estar reglamentado. Y lo que precise normarse debe reglamentarse con sabiduría y sólo en la medida indispensable para mejorar el bienestar general.
Nada de esto está sucediendo en el caso Uber. No se busca una regulación razonable, para proporcionar un ámbito de desarrollo adecuado a esa actividad; sólo se enarbola una prohibición que no figura en las normas locales, que no regulan las compañías de redes de transporte, como se denominan estos nuevos servicios.
Es que todavía queda camino a recorrer para «asegurar los beneficios de la libertad», como nos prometía el Preámbulo.
(*) Profesor titular de Derecho Constitucional y director del Departamento de Filosofía del Derecho y Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral.
Fuente: Télam